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Desde hace siglos -prácticamente desde Kant-, la
ética parecía convertirse en una disciplina cada vez más académica,
pariente pobre de la filosofía o materia de catecismo religioso. Aunque
ciertamente hubo, por ejemplo, Las don fuentes de la moral y de la religión de Bergson o El formalismo en la ética y la teoría de los valores substantivos de
Max Scheler, a excepción de estas obras y de alguna otra, los autores
más importantes del siglo XX -Husserl, Heidegger, Witehead- no hablaron
casi de ética, como tampoco de política. Sin embargo, desde hace unos
veinte años asistimos a un retorno aparentemente ofensivo de un discurso
que se reclama ético. Por lo pronto, el término discurso es excesivo.
En el peor de los casos, la palabra ética se utiliza como un eslogan y
en el mejor no indica más que un malestar y una interrogación.
¿Cómo se explica ese vuelco? Las razones son sin duda múltiples y
omplejas. Me parece que tres de ellas se imponen a primera vista.
En primer lugar, hay una particularidad en la
historia de los siglos XIX y XX: son los primeros de la historia que
pueden calificarse de siglos de la política. Napoleón recogido por
Hegel: en los tiempos modernos la política ocupa el lugar del fatum antiguo.
La era abierta por las revoluciones americana y francesa (y previamente
por la Ilustración ), continuada durante el siglo XIX por el movimiento
democrático y el movimiento obrero -una era que parece clausurada con
la aniquilación de la ideología marxista-leninista y el desmoronamiento
de los regímenes totalitarios que a ella se reclamaban- es la era que,
más que cualquier otro período de la historia humana, parece haber
confiado a la política un papel central en la solución de los problemas
humanos, convocando a la vez, pare bien y a veces para mal, una
participación masiva de los pueblos en las actividades políticas.
Golpe de retroceso: la bancarrota fraudulenta del
comunismo, sí, pero también la creciente decepción de la población ante
la manifiesta impotencia del liberalismo conservador, la privatización
de los individuos en una sociedad cada vez más burocratizada, librada a
los supermercados y a los mass media, la corrupción y/o la
nulidad de los políticos profesionales y finalmente, la desaparición de
un horizonte histórico, social, colectivo, político, hace tiempo que ya
han desprestigiado el nombre mismo de la política, convertido en
sinónimo de demagogia, combina, maniobra, cínico afán de poder por todos
los medios. En tanto que pare Marx, por ejemplo, el combate colectivo
de transformación de la sociedad parecía aún englobarlo todo (una
posición claramente expresada y racionalizada por Trotsky en La moral de ellos y la nuestra), la
monstruosidad de los regímenes comunistas empujó a muchos de los
mejores a rechazar toda visión y perspectiva globales de la sociedad
(una posición que llevaba a su análisis último es una mere incoherencia)
y a buscar en las respectivas conciencias individuales (o en principios
trascendentales) las normas capaces de animar y orientar la resistencia
a duchos regímenes.
En segundo lugar. hay otra gran actividad masiva,
también producto original de esta fase de la historia de la humanidad
que ha conocido un desarrollo sin precedentes y que ha pretendido
rivalizar con la política como depositaria de soluciones universales
pare los problemas de la humanidad: La ciencia o, mejor dicho, la
tecnociencia, también deja de parecer incontestable a partir de un
cierto momento. No es que el hombre moderno se haya completamente
desembarazado de su creencia mágico-religiosa en "la ciencia", pero
desde las bombas de Hiroshima y Nagasaki y la constricción de
Oppenheimer, pasando por la progresiva destrucción del medio ambiente
hasta alcanzar la procreación asistida y las manipulaciones genéticas,
crece constantemente el número de aquellos que dudan de la innata
benevolencia de los descubrimientos científicos y de sus aplicaciones.
De ahí esa aparente respuesta a los interrogantes surgidos, plasmada en
la creación de "comités de ética" y cátedras de bioética en las
universidades.
Finalmente, inútil es insistir sobre ello, la
crisis general de un las sociedades occidentales, una crisis de
"valores" y más profundamente, una crisis de lo que yo denomino
significados imaginarios sociales, esos significados que son el factor
de cohesión de la sociedad y en cuya crisis hay que incluir la bien
llamada "crisis de la filosofía" (la "clausura de la metafísica
greco-occidental", onto-teo-logo-falo-cémtrica, proclamada por Heidegger
y otros) conduce a reacciones tendientes a revivir o a replantear
éticas tradicionales, como por ejemplo McIntyre (After Virtue, una
ética "neo-aristoteliana"), Habermas y su "ética de la comunicación" o
Rawls con su teoría cuasi-kantiana de la justicia. En todos estos casos
se manifiesta un rechazado, si no a todo lo político, sí a la gran
política a el intento de derivar de una ética, definida de una a otra
manera, los criterios capaces de orientar, si no a la acción en general,
al menos los actos y comportamientos singulares. No se posible dejar de
constatar el parentesco de ese giro con el repliegue a la esfera de lo
"privado" que caracteriza a la época y a la ideología "individualista".
Tampoco es posible, si nos queda alguna memoria histórica, evitar el
paralelo con el giro hacia el hombre privado y el florecimiento de
filosofías centradas en su conducta de hace 23 siglos, después del ocaso
de la polis democrática griega, justamente constatado por Hegel (Lecciones sobre la filosofía de la historia). Ya volveré a ello.
Incoherencias y desconocimiento
Enfaticemos de salida las incoherencias elementales
patentes de esas actitudes, por lo menos cuando pretender ser más que
una reacción visceral frente a las monstruosidades del totalitarismo y
de su tentativa de subordinarlo todo a una seudo-política, burdo
camuflaje de una manía de dominación ilimitada. Dichas reacciones
olvidan una evidencia fundamental: todos nuestros actos encuentran una
condición de posibilidad efectiva, tanto en lo que se refiere a su
materialidad como a su significación, en el hecho de que somos seres
sociales viviendo en un mundo social, que es lo que es por estar
constituido así y no de otra manera. No somos "individuos" flotando
libremente por encima de la sociedad a de la historia dotados de una
capacidad para decidir soberanamente, desde el absoluto, qué hacer, cómo
hacerlo y cual será el significado de esos actos. Ciertamente, tampoco
estamos determinados por nuestro entorno o situación pero estamos
infinitamente más condicionados de lo que quisiéramos admitir y, sobre
todo, en tanto individuos, no podemos escoger las interrogantes a las
que estamos sometidos, ni los términos en que se formularán, y menos
aún, el sentido último de nuestra respuesta dada. Las consecuencias de
nuestros actos, una vez arrojadas al engranaje social a histórico, se
nos escapan y ese proceso no puede ignorarse.
No hay determinación de nuestros actos pero si
condiciones. Y estas de ningún modo son "externas". ¿Hubiera sido Kant
el mismo de haber nacido en Burgos en vez de en Konigsberg? De entre
esas condiciones, muchísimas nos escapan y siempre se nos escaparán.
Nadie podrá elegir jamás el sido y la época de su
nacimiento o la situación y el carácter de sus padres. No obstante, una
parte de las condiciones depende de nosotros y esa parte puede, en
principio, ser cuestionada y, dado el caso, transformada. Es la que se
refiere a las instituciones explícitas de la sociedad. En ese sentido,
la verdadera política no es más que la actividad que, partiendo de una
interrogación de la forma y contenido deseables de esas instituciones,
adopta como objetivo la puesta en marcha de instituciones que
consideramos mejores, especialmente las que permiten y favorecen la
autonomía humana.
Una vez clarificado esto, se ve que la política se
superpone a la ética sin eliminarla. Aristóteles tenía razón al decir
que es la más arquitectónica de las ciencias relativas al ser humano (Etica a Nicómano). Detengámonos
en una imagen: si la cada está mal construida, todo esfuerzo por vivir
bien en ella será en el mejor de los casos una chapuza poco
satisfactoria. Detengámonos también en el nombre correcto de las colas.
Cuando disidentes heroicos como Bokovski, Solzhenitsin, Sájarov, Havel,
Konrad, Michnik, Kuron, Geremek y tantos otros se oponían al
totalitarismo comunista, cualesquiera que fueran sus motivaciones
profundas -éticas, religiosas, etc.- o la manera de justificar sus
acciones a sí mismos y hacían propuestas para reemplazar al sistema
existente, lo que evidentemente hacía era política (aunque dijeran lo
contrario). Ellos juzgaban absolutamente malos no solamente las
actuaciones de los comunistas, sino el régimen que estos habían
instaurado y que permitía esas actuaciones. Pensaban que otro régimen
(quizás, en ese caso, casi cualquier otro régimen) sería mejor y que, en
cualquier caso, la destrucción del régimen instalado era la
precondición necesaria para toda discusión acerca de un régimen mejor y
de su gestación. Su acción política, éticamente motivada y sin duda
válida, al atacar las instituciones en tanto tales, trascendía la ética y
se convertía ipso facto en política.
Voy a ilustrar, con dos ejemplos de actualidad, ese
lugar soberano de la política correctamente concebida dentro del
quehacer humano.
La bioética, la mentira
Los periódicos están repletos de debates a
información sobre la bioética. Se establecen comités y se emiten
recomendaciones sorprendentes por su modestia casi irrisoria, vista la
enormidad de los problemas en cuestión. Por lo tanto, se discute sobre
la procreación asistida; sobre si el esperma de un donante desconocido o
un marido muerto puede tal vez ser utilizado y bajo qué condiciones; si
una "madre de alquiler" puede realmente alquilar su útero, etc. Se
discute también sobre la eutanasia, sobre si mantener o no con vida a
personas en estado irreversible de coma o simplemente en fase terminal
de una enfermedad dolorosa. Todo eso está muy bien. En cambio nadie
formula la pregunta de si es ético, o meramente decente, que en Francia
se gasten dineros públicos (si fueran privados, sería lo mismo) -decenas
de miles de francos en una sola procreación asistida, conociendo el
estado lamentable de los servicios sanitarios y médicos elementales o la
penuria alimentaria de los países donde viven cinco sextos de toda la
población mundial. El deseo del Sr. y la Sra. Dupont de tener "su"
propio hijo (aunque no sea "suyo" más ~ que en un cincuenta por ciento),
¿acaso pesa éticamente más que la supervivencia de decenas de niños de
los países pobres que estaría asegurada con esas somas? La universalidad
de los principios éticos, ¿es sólo universal por encima de un cierto
nivel del PNB por cápita? ¿No será que en vez de bioética lo que en
realidad necesitamos es una biopolítica ? Habrá quienes se
revolverán con espanto ante la idea o el término. Inconsciencia o
hipocresía. Porque actualmente tenemos, querramos o no, una biopolítica
que no da a conocer su nombre y que condena a muerte constantemente,
tácitamente, incluso en los países ricos, a centenares de personas por
razones "económicas", es decir, políticas, porque evidentemente la
distribución y atribución de recursos en una sociedad es una cuestión
política por excelencia. No hablo siquiera de la disparidad de calidad
de tratamiento que reciben ricos y pobres, sino del hecho conocido y
comprobado de que, por ejemplo, a causa de la escasez de aparatos de
diálisis renal, los médicos deben elegir qué enfermos serán sus
beneficiarios y cuáles no. Los criterios empleados son sin duda humanos y
razonables pero todas las éticas dicen: "¡No matarás!", ¿no es cierto?
De forma igualmente tácita condenamos a muerte, simplemente por vivir
como vivimos, a decenas de miles de personas todos los meses en los
países pobres.
Otro ejemplo es el de la mentira. Solzhenitsin, en
el Archipiélago y demás obras, Havel y muchos otros, con justicia
insistieron en el papel fundamental de la mentira como instrumento de
gobierno de los regímenes totalitarios, pero no menos en la complicidad
tácita y general de la población, elemento indispensable para que la
mentira pueda cumplir con su papel. Pero quienes quieren que la denuncia
de la mentira derive de principios puramente éticos deben atribuirle un
carácter absoluto a la norma "no mentirás jamás". Sin embargo, está
claro que considerar que esa norma no es política sino ética conduce a
extremos absurdos. Interrogado por el KGB sobre la identidad de otros
disidentes o sobre el escondite del manuscrito de El archipiélago de Gulag
me vería forzado a decir la verdad. La trivialidad del ejemplo no
impide alcanzar una conclusión importante. El dilema de cuándo debo
decir la verdad y cuándo ocultarla no deriva solamente de un juicio
ético, sino también político, dado que los efectos de mi respuesta no
sólo conciernen a mi persona, a mi conciencia, a mi moralidad o incluso a
la vida de otras personas con nombre y apellido, sino que afectan
directamente a la esfera pública en sí misma y al destino de una
colectividad anónima -la definición misma de la política. Otra
conclusión, no menos importante, puede derivarse de estos ejemplos.
Ninguna forma abstracta, ningún mandamiento universal de contenido
concreto puede librarnos de la carga y de la responsabilidad de nuestros
actos.
Insuficiencia radical de las éticas tradicionales
Volviendo a citar a Aristóteles, el acto está siempre necesariamente universal y por lo tanto, nos exige el ejercicio de la frónesis , un término mal traducido por los Latinos como prudentia , prudencia. La frónesis ,
consiste en la capacidad de juzgar en Los casos en que no hay reglas
mecánicas u objetivables que secunden al juicio. Ahora bien, todas Las
morales religiosas que conozco y casi todas Las morales filosóficas
violan esta exigencia, ignorando el hecho de que ninguna regla ética
puede aplicarse fuera de circunstancias particulares. Luego, la misma
regla deriva de una frónesis que posibilita su transgresión. Las morales
tradicionales, filosóficas o religiosas, son morales felices. Pretenden
saber dónde está el bien y el mal y su único problema es el del hombre
interior: conocemos o deberíamos conocer el bien y el mal pero no
siempre "podemos" desear el bien o lo deseamos por "razones equivocadas"
(Karat). Pero por cierto, el hecho abrumador de la vida humana es que
ante circunstancias dadas la distinción entre bien y mal parece
oscurecida, o el bien es imposible de alcanzar sin sacrificar otros
bienes. Escojamos otro ejemplo trivial: hay casos en que es preciso
matar a alguien para salvar a varias personas. El mandamiento ético
reza: "No matarás". No dice: no matarás a menos que... Dice: no matarás,
y punto. Es, por su propia naturaleza, absoluto. Puede alegarse
asimismo -cosa que yo también haría en principio - que no debe hacerse
una contabilidad de vidas humanas. ¿Cómo es posible afirmar que quien
salva cincuenta personas sacrificando cuarenta y nueve está del lado del
bien? No obstante, existen situaciones que fueran a tomar decisiones de
este tipo.
Esta debilidad fatal vuelve a manifestarse en una
de las filosofías más elevadas y rigurosas que existen, la filosofía
práctica de Kant (Fundamentos de la metafísica de la ética, Crítica de la razón práctica). Bien conocido es el principio central de la ética kantiana: actúa de tal manera que la máxima de lo acción pueda convertirse en ley universal .
Conocidas también son las críticas que ya Hegel formuló a su
formalismo. Pero lo más importante a resaltar es que el principio nos
deja sin recursos, precisamente en Los casos más difíciles y por ende,
Los más importantes. Uno de sus aspectos irrecusables: no la
universalidad sino la exigencia de una universalidad posible. Vale
decir: debo actuar de manera que pueda dar cuenta y razón de lo hecho,
que me sea posible defenderlo razonable erga omnes, ante todos.
Pero no puede hablarse aquí de ley universal. Dado que toda acción es
particular, la universalidad no puede significar aquí más que lo
siguiente: toda otra persona, bajo la misma circunstancia, debería
actuar igual. Pero agregada esta precisión, el enunciado carece de
interés para Los asuntos triviales (Los únicos en que la expresión "bajo
las mismas circunstancias" conserva algún sentido) y queda vacío en Los
grandes asuntos, precisamente aquellos que están marcados por la
singularidad de Las circunstancias. En este último caso el principio
simplemente significa: en mi lugar, haríais lo mismo. Pero en ese lugar
no estaréis jamás. (Karat intentó demostrar que la violación de su
principio llevaría a contradicciones pero en esa ocasión su razonamiento
es falaz).
Esto nos conduce a la segunda debilidad fatal de
las éticas tradicionales, que suele expresarse en la afirmación de que
sólo se trata, al fin y al cabo, de éticas, una afirmación obviamente
paradójica. Filósofos y teólogos discuten a lo largo de decenas de
páginas, armados de una sutileza exquisita, y callan cuidadosamente (o
remiten a otros volúmenes) cuando se trata de los asuntos realmente
importantes. Evidentemente, resulta que estos asuntos tienen siempre una
dimensión política a la que tácitamente se le reconoce la primacía
sobre la dimensión ética. retomemos el caso más simple y el más
flagrante: el homicidio. Ninguna prescripción ética parece más evidente
que el "no matarás". A la vez, ninguna ha sido y sigue siendo tan
constante, cínica y oficialmente transgredida.
El mismo Kant discute en detalle una cuestión tan
dramática como la restitución o no de un depósito de dinero realizado
secretamente -pero no dedica ni una palabra en Crítica de la razón práctica al homicidio oficializado. Matar a una persona es criminal pero la Crítica de la razón práctica ignora
el asesinato (decenas y centenares de miles de personas) en tiempo de
guerra. Que yo sepa no hubo una sola guerra entre naciones cristianas en
que Las armas de Los beligerantes no hayan sido bendecidas por sus
respectivas Iglesias.
La razón de Estado es infinitamente más fuerte que la razón práctica y que Los Diez Mandamientos.
Un examen de la historia
¿Cómo explicar ese fantástico
hiato, ese abismo entre lo "privado" y lo "público", entre ética y
política, el abandono de lo decisivo a favor de lo trivial, la
suspensión de la discusión razonable y la dimisión del espíritu crítico
ante Las puertas del poder, eso que bien debe llamarse la duplicidad institucionalidad de nuestras sociedades?
Para comenzar a dilucidar esta cuestión habría que
hacer un repaso de toda la historia de la humanidad, la persistencia del
"estado de naturaleza", es decir, la guerra de todos contra todos y el
reino de la fuerza bruta entre colectividades o, por lo menos, la
historia de nuestra civilización greco-occidental y hebraico-cristiana.
Una empresa imposible incluso si la redujéramos a
la historia de Las ideas, mutilándola así hasta la irrisión. Habría que
componer una historia del imaginario social, quizá en el plano más
enigmático de todos: la instauración por parte de cada colectividad en
su oposición, hasta ahora aparentemente caso insuperable, al "nosotros"
de los Otros, la diferente entre la ley (por más criticable que sea) que
regula nuestras relaciones y la no-ley que prácticamente impera en
nuestras relaciones con el "exterior". El cristianismo o el Islam no
hicieron variar nada, ya que sus historias están repletas de guerras,
incluida esa nueva categoría de guerras que ellos mismos inventaron, aún
más crueles que las otras, las guerras de religión. Recordemos
solamente, para remontarnos un poco en el tiempo, que Jehová entrega los
Diez Mandamientos (incluyendo el "no matarás") a Moisés en el desierto
pero cuando los hebreos entran en Palestina -tierra que les había
prometido - exterminan a todos los pueblos no judíos que habitaban el
país. Pero los hebreos tienen al menos el mérito de que una vez
completada la conquista se establecen allí y dejan a los demás en paz.
No así los cristianos y musulmanes. Para éstos es imperativo convertir a
los infieles a hierro, sangre y fuego. No es posible ofrecer aquí más
que algunos puntos, rapsódicos y sueltos, de referencia.
El período helénico
En el "verdadero" mundo griego, es decir, hasta el
fin del siglo V, no hay una oposición de principio entre lo "privado" y
lo "público", aunque estén bien diferenciados, ni entre ética y
política. Hegel ya lo había percibido. En ese mundo no puede hablarse de
duplicidad, institucionalizada o no: las relaciones están dominadas por
una franqueza brutal. Contrariamente a las estupideces en boga por lo
menos desde Fustel de Coulanges, el individuo no es "resorbido" por la
colectividad de la ciudad griega clásica y democrática, sino que la
jerarquía de valores es clara y unívoca. Las virtudes supremas del
hombre son las cívicas o políticas. Incluso las virtudes religiosas o
pías están subordinadas a ellas. La historia de Herodoto acerca de los
hombres más felices evocados por Solón ante Creso, sitúa en primer lugar
a Telos el ateniense, caído en defensa de su ciudad y en segundo lugar a
Cleobis y Bitón, los hijos de la sacerdotisa de Argos, muertos por los
dioses durante el sueño a continuación de un acto de gran piedad
religiosa (y filial). Es cierto que Antígona de Sófocles escenifica una oposición entre los "privado" o pío y lo "público" o político. Obedecer las leyes divinas también es una ley de la ciudad, obedecer las leyes de la ciudad también es una prescripción divina.
Ambos personajes erran porque cada uno de ellos se
encierran en sus razones ignorando las que asisten al otro; ambos
merecen lo que el hijo de Creón dice a su padre: lo error es de aspirar
al monos fronein, detentar el monopolio de la verdad. Eso es
precisamente lo que generalmente todavía escapa a la compresión de los
modernos para quienes, digan lo que digan, la comunidad política
conserva un carácter de elemento "exterior" a la humanidad del hombre.
La oposición no comienza a manifestarse hasta la derrota en la guerra
del Peloponeso y la decadencia de la ciudad griega. Pero incluso
Sócrates continúa reconociendo la primacía del principio político como
queda patente en la prosopopeya de la las leyes en Critón.
La ruptura de los hechos, que no en la teoría, se
inicia con Platón. En los hechos, porque Platón no deja de condenar la
ciudad efectiva. No así en la teoría (La República) dentro
de la cual intenta reconciliar el principio político con el ético,
evitando jerarquizaciones de todo tipo y confundiendo ontológicamente
ambas dimensiones. Postula un "alma sustancial" pero sus virtudes son
las mismas que las virtudes de un bien régimen de la ciudad. Tanto en un
caso como en el otro, la virtud y el buen orden establecen la relación
correcta entre las partes del alma o las de la ciudad -es la definición
misma que da de la justicia-, una relación situada siempre bajo la
hegemonía de la parte más digna y superior - la parte pensante del alma y
la de los filósofos de la ciudad.
Aristóteles se aparta, a justo título, de esa
asimilación del alma y la ciudad. A pesar de que también para él la
virtud cardinal es esencialmente política, a saber, la justicia (Etica a Nicómaco, libro
V), y que la mayoría de las virtudes que examina tienen que ver con las
relaciones de individuo con los otros, no establece identidad o
analogía entre el individuo con los otros, no establece identidad o
analogía entre el individuo y lo colectivo. Pero es característico de la
época en que reflexiona y escribe Aristóteles -una época de crisis y de
inminente disolución del mundo de la polis -, que a la
pregunta, que es el primero en formular, de si es lo mismo ser un hombre
bueno que un buen ciudadano no encuentre una respuesta categórica.
Aristóteles vacila entre la idea clásica de que la política es la
ocupación más elevada y más digna, la más arquitectónica, y la idea,
precursora de tiempos venideros, de que el bien soberano para los
humanos es la contemplación, el bios teorétikos, único recurso para alcanzar nuestra finalidad natural, nuestro telos: "comportarse
en lo posible como inmortales". Comportarse, entonces, como un dios de
Aristóteles es pensamiento puro que se piensa a sí mismo, incapaz de
ocuparse del mundo -objeto indigno para el-, sin rebajarse. La actividad
contemplativa es la única que se acerca al ideal de la autarquía.
Ciertamente, la vida contemplativa, en Canto humana, presupone la
ciudad. Pero, en ese entramado, la ciudad surge como instrumento de
realización de la vida contemplativa.
Con la aparición de los cínicos, los epicúreos y
los estoicos, la retirada hacia la esfera de lo privado es estrepitosa.
Especialmente entre los estoicos y su fatalismo determinista, no puede
hablarse de política, y la ética se reduce a una actitud interior que es
lo único que "depende de nosotros". Se trata del célebre lo ef'emin, una
expresión prestada de Aristóteles (que evidentemente le atribuye un
sentido completamente diferente, ya que Aristóteles admite una libertad
humana que nos convierte en "el principio de lo que acontecerá").
Dado que la evolución de los eventos "reales" es
determinada y fatal, no nos queda otra alternativa que adherirnos o no a
lo que de todas formas tendrá que suceder. Bastará que cumplamos
correctamente el papel que el orden cósmico, también llamado
providencia, nos asigna en el teatro del mundo, sea el del esclavo
(Epícteto) o el del emperador (Marco Aurelio).
El cristianismo
Y así llegamos al cristianismo, un tema inmenso que
solo podremos tocar ligeramente. Antes de nada, es imprescindible
distinguir y aun oponer al primer cristianismo y al instituido a partir
del siglo IV.
Desde la perspectiva que nos interesa, el primer
cristianismo (el de los Evangelios y de las Epístolas de Pablo) está
directamente afiliado al estoicismo. Para ese cristiano no se trata en
absoluto de mezclarse en el orden de este mundo.
"Dad al César lo que es del César" dice Cristo; "Todo poder proviene de Dios" dice Pablo (Epístola a los Romanos). Estas
son frases que firmaría cualquier estoico. Pero hay más que esa
afiliación: la acosmicidad cristiana es absoluta. Si uno realmente
quiere ser cristiano está meridianamente claro lo que debe hacer: vender
las posesiones, distribuirlo todo entre los pobres, abandonar a padre y
madre y seguir a Cristo. No hay lugar para otra interpretación, está
escrito negro sobre blanco: "que vuestra palabra sea sí sí o no no, lo
agregado (la interpretación) viene del Maligno". En este sentido casi no
se conocen cristiano -salvo los que se han entregado a la vida de
ermitaños, es decir, acósmica-. Pero incluso para ellos conviene hacer
un apartado. ¿Cuántos monjes (y órdenes monásticas) ha habido que no se
preocupan por el futuro? No obstante está escrito: "Observad a los
pájaros del cielo que no siembran ni cosechan, sino que son alimentados
por nuestro Padre celestial". (Lo mismo en el Paster Noster, las
palabras de Cristo no son Manos nuestro pan cotidiano", sino Manos
nuestro pan de hoy"). Está claro que sobre estas bases no existe ni
puede existir sociedad. A la vez, todo está dirigido al hombre interior,
sólo que, contrariamente al estoicismo, el mandamiento fuerte ya no se
refiere a la ataraxia, la impasibilidad y el rechazo a
adherirse a todo aquello que en nosotros mismos pueda significar una
mala inclinación (siendo ese rechazo o esa adhesión, una vez más, lo
único que está en nuestro poder). La doble prescripción es aquí
radicalmente diferente. Por una parte, la intención misma, la
inclinación, debe ser pura (un tema que perdura hasta Kant). Cristo
sobre el adulterio (Mateo, V, 27-28): "Vosotros habéis oído de
vuestros mayores que no cometerás adulterio. Pero yo digo, quien mire a
la mujer del prójimo con deseo ya ha cometido adulterio en su corazón".
No basta no cometer adulterio, no hay que desearlo siquiera (para los
estoicos, el deseo, indudablemente no depende de nosotros, de nosotros
depende la adhesión al deseo) por otra parte, el tema del amor: hay que
amar al prójimo como a sí mismo y, sobre todo, hay que amar a Cristo.
Algunas observaciones críticas respecto a esta
primera ética cristiana son inevitables. La pureza de la intención
presupone por lo menos que los "objetos" permitidos o prohibidos sean
fijos, determinados. ¿Por acción de quién y cómo son efectivamente así?
Por Dios, mediante la revelación de Su voluntad (el
Decálogo, por ejemplo). No se debe cometer ni desear el adulterio
porque Dios lo ha prohibido. ¿Porqué ha prohibido Dios el adulterio? Esa
es una pregunta prohibida. Por lo tanto la ley moral me ha sido
entregada por otro sin que yo pueda plantear interrogante alguno. Esto
es lo que ha de denominarse una ética heterónima.
Luego la prescripción de amar al prójimo como a sí
mismo es doblemente paradójica. La idea misma de amar a alguien por
obligación contradice lo que entendemos por amor, cualquiera que sea la
interpretación que queramos darle al término. Y el hecho de erigir el
amor a uno mismo en patrón y regla del amor al prójimo parece una
curiosa concesión al egoísmo y a la vez una proposición de una lógica
poco satisfactoria (¿cómo analizar una situación en que defendemos a
alguien a costa de la propia vida?).
En fin, uno puede preguntarse si una ética que
plantea a los seres humanos prescripciones irrealizables -en una
palabra, no el control de sus actos sino de hecho, la
eliminación del deseo, es decir la supresión del inconsciente - y que,
por eso mismo tiene necesariamente como efecto su culpabilización
perpetua a insalvable, es acaso aceptable y no directa y positivamente inmoral (valedero
igualmente para la ética kantiana). Inducir a los hombres a la
conciencia de estar siempre condenados salvo gracia divina (la posición
de Agustín, Lutero, Calvino, Jansenio) hubiera debido, lógicamente,
sumergirlos en el más llano embotamiento.
En cierto sentido, todo esto importa poco porque el
cristianismo no tuvo larga vida, como era inevitable. Desde el comienzo
del siglo IV, el cristianismo se institucionaliza, se convierte en
religión de Estado y, con Teodosio, no sólo en religión oficial sino en
religión obligatoria para los habitantes del Imperio. Dicha
institucionalización no podía hacerse sin mediar un formidable
compromiso. La acosmicidad inicial es completamente abandonada (con la
excepción parcial de los anacoretas y algunas raras órdenes monásticas),
la Iglesia se convierte en una institución con una presencia de gran
peso en ese siglo y, durante mucho tiempo, abriga grandes pretensiones
respecto al poder temporal (por lo menos hasta descubrirse que la famosa
Donación de Constantino es una falsificación). En cualquier
caso, se constituye en engranaje esencial de los sucesivos órdenes
sociales y políticos establecidos. A1 prestarse a ello, agrega mucha
agua al vino de la ética de los Evangelios. Una vez más, recordemos el
"no matarás".
Una herencia a superar
Esta herencia, que continúa siendo el fundamento de
la civilización occidental, a pesar de la secularización, es la
separación entre ética y política, entre hombre interior y hombre
público. Es verdad, existen bibliotecas enteras de los Padres griegos,
latinos y protestantes para explicar cómo y en qué condiciones un rey
puede hacer la guerra sin dejar de ser cristiano, etc. No hay razón para
embrollarse en esa casuística. Pero la mencionada separación atraviesa
toda la historia de la filosofía occidental con raras excepciones
(Spinoza, por ejemplo o Hegel, aunque en el caso de éste último la ética
se desvanece delante de la Razón de la Historia y la política se
convierte de hecho en adoración de lo Real). Es precisamente esa
separación la que deberemos superar.
Será preciso superar las éticas de la heteronomía y
para ello, ante todo las políticas de la heterenomía. Nos hace falta
una ética de la autonomía necesariamente articulada a una política de la
autonomía. La autonomía en el plano individual consiste en el
establecimiento de una nueva relación entre sí mismo y el propio
inconciente; no eliminarlo sino lograr filtrar lo que se transmite de
los deseos a los actos y las palabras. Tal autonomía individual está
constitutivamente sometida a graves condiciones. Por lo tanto,
necesitamos instituciones de la autonomía, instituciones que a cada uno
concedan una autonomía efectiva en calidad de miembros de la
colectividad y le permitan desarrollar su autonomía individual. Esto
sólo es posible instaurando un régimen verdaderamente democrático y no
sólo de palabra. Es un régimen de este tipo, participo efectivamente en
la implantación de las leyes que afectan a mi vida.
Mi participación sería plena, no a través de
"representantes" o referendos sobre cuestiones de las cuales se me ha
hecho imposible conocer los pormenores, sino con conocimiento de causa,
de manera que pueda reconocer en las leyes mis propias leyes, incluso
Cuando no estoy de acuerdo con su contenido, precisamente por haber
gozado de la oportunidad de participar en la formación de la opinión
común. Una autonomía de esta guisa, sea en el plano individual como en
el colectivo, no nos garantiza, evidentemente, una respuesta automática a
todos los asuntos que la existencia humana plantea; aún tendremos que
afrontar las condiciones trágicas que caracterizan la vida, el no
siempre saber distinguir, ni individual ni colectivamente, donde campea
el bien y dónde el mal. Pero no estamos condenados al mal, como tampoco
al bien, porque podremos volver atrás, individual y colectivamente,
reflexionar sobre nuestros actos, retomarlos, corregirlos, repararlos.
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